Perder la Virginidad
Cuento
-No
sabía que estos servicios tuvieran unas tarifas tan elevadas -Petunia rebuscaba
en el monedero mirando de vez en cuando al apuesto joven que tenía enfrente-.
Debes ser muy bueno en lo tuyo, pimpollo.
-Soy un
profesional.
-¡Siempre
tan tacaña! -protestó Esmeralda-. Esto va a hacer a Marta muy feliz.
El
muchacho extendió la mano para recibir sus honorarios con cara de
circunstancias.
-Quedará
satisfecha, no se preocupen -masculló mientras contaba los billetes.
-Tenga
cuidado. Hágame un trabajo fino… mire que es virgen -le advirtió Esmeralda.
-¿Virgen
con setenta y cuatro años? -espetó él-. Si lo llego a saber antes hubiese
exigido un precio especial. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra. No le
pongo pegas a los años que tiene pero esto… ¿Está bien de salud? Que cuando me
pongo…
-Todos
los hombres sois iguales, da lo mismo la edad, la época… os creéis poseedores
de la pilastra que sostiene el planeta ¿eh? ¡Váyase ya, pollo!
Las dos
mujeres observaron sonrientes el caminar chulesco de don Juan de saldo del
muchacho.
-Es
curiosa la cantidad de servicios que uno puede contratar ojeando la página de
contactos, ¿verdad? -dijo Petunia.
-Ya te
digo.
-¿Tú
crees que se parece al de la foto?
-Clavadito.
Marta
aún conservaba intacta la gracia de los quince años. Podía ejecutar un
charlestón con maestría fumando en una enorme pipa y enrollándose al cuello una
boa de plumón rosado para reproducir el Lilí Marleen con voz cadenciosa. Lo que
más le gustaba era jugar a las cartas con sus dos amigas, Petunia y Esmeralda,
y salir a pasear por las tardes con un caniche enano al que ella llamó Prozac
en honor a las pastillitas que le habían devuelto la alegría.
Cuando
vio a ese hombretón con voz de telenovela apoyado en el quicio de su puerta con
actitud seductora no se lo pensó dos veces. Lo enganchó con su boa plumosa y, a
ritmo de tango, lo arrastró hasta su lecho con ojos lascivos. Se agachó para
quitarle los zapatos, desabrochó su camisa musitando una melodía y luego le dio
un empujón que lo dejó despatarrado sobre le cama. El joven, al verla tan
animada, comenzó a lanzarle piropos subidos de tono pero ella le suplicó que
mientras durase el acto simplemente le susurrase al oído que la amaba, que
siempre la había amado y que, si la dejó plantada en el altar fue porque un
inoportuno golpe en la cabeza antes de salir para la iglesia le bloqueó los
sentidos y le hizo deambular durante lustros sin recuerdos ni rumbo fijo.
Mientras
Marta perdía la virginidad, desde la foto que durante cincuenta años había
reposado en el aparador, el joven que nunca había dejado de espiar su soledad
con una peliculera sonrisa de tonos sepia, se moría de celos viendo a la que
fue su novia haciendo el amor con otro.
Nerea Riesco
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